Diario de un Superviviente I
ENTRADA 1.
Nadie estaba tranquilo. Ni siquiera Joe, el hombre que tenía mantequilla por
sangre. Estaba con Alexander Grey, un viejo conocido, atiborrándonos de pizza gracias a una oferta poco común.
En
aquellos días previos al caos, la gente vivía en una calma tensa, entregándose a rutinas, pequeños placeres y, en general, aprovechando el momento.
Recuerdo una discusión sobre
terminología, un intercambio de pareceres entre refresco de cola y la constante
musiquilla de la antigua máquina recreativa. Una chorrada, seguro, pero que mantenía nuestras
mentes ocupadas y alejadas de la conspiranoia que inundaba todo.
Acababan de instalar un pequeño centro de atención primaria en el descampado
cercano, pero aún así, los negocios próximos no estaban precisamente
concurridos. Joe nos echó un vistazo y con su simple mirada estimativa nos
preguntó si ibamos a querer más. Miré a Alex y negué con la cabeza, ya había
llegado a mi tope. Retomamos entonces el eterno debate que siempre nos rondaba la cabeza.
La máquina de marras volvió a barbotar la melodía con la que intentaba atraer a nuevos jugadores. Justo entonces, como un efecto de sonido más del clásico videojuego, en el exterior sonaron unos disparos.
Derramé la bebida y contuve un hipido
nervioso.
Alarmados -el mismo Joe se escondió inmediatamente tras la barra-, esperamos
atentos a lo que sucedía. Sin movernos. Como si el más simple de los movimientos fuera a ocasionar algo.
Pronto las sirenas de la policía de Palestine
resonaron por todas partes. Había gritos. Y más disparos.
Sin mediar palabra nos acercamos a la cristalera que se abría a un mundo
extraño y lleno de peligros. Gente corriendo sin objetivo aparente. Mujeres, niños... Y poco más.
Le hice un gesto a Alex y abrimos la puerta de entrada. Los disparon se sucedían, y con ellos la loca carrera de muchos vecinos y
conocidos que, sin preocuparse de convencionalismos, pugnaban por hacerse un
hueco en su desorganizada escapada.
¿De qué huían? ¿Un psicópata estaba haciendo de las suyas? ¿Otro chaval que la emprende a tiros con el mundo que odia?
Cruzando la calle vi caer a una chica. Creo que era la hija de Billy el Polaco, un tendero de un
par de calles más arriba. Era simpática, pero lo que siempre me había atraído más de ella eran sus vestidos ceñidos, siendo sincero.
Empujado más por la testosterona que por la
adrenalina -y un estúpido sueño de recompensa que rápidamente se materializó en mi desbocada imaginación-, corrí hacia ella para intentar ayudarla.
No llegué ni a tocarla. Un tipo seboso y mucho más rápido de lo que podría haber imaginado, se abalanzó sobre mí. De entre la vegetación del descampado, saltando por encima de ¿Lana? -¿se llamaba así?-. Su boca abierta en un gesto de asombro estúpido, pero con una ira irrefrenable.
Me ví luchando a empellones con el lunático, olvidando cualquier heroicidad movida por la belleza de la chica. Había otro más cerca mía, y no sabía si estaba tan desquiciado como el que me atacaba. Pronto lo más importante era mi propia seguridad y -ahora que lo recuerdo me produce una profunda vergüenza- conseguí zafarme de mi asaltante y correr a buscar refugio en la tienda de Anne. Dejé atrás a esa pobre... Dios, perdóname. Lo siento.
En aquel momento me convertí más en animal que hombre -en un animal ciertamente patético-, ya que cualquier otro sentimiento secundario -como preocuparme del estado de mi amigo Alexander- fue ahogado por el instinto de supervivencia. Chillaba por dentro aunque por fuera no tuviera capacidad ni para balbucear. El estómago se me descompuso y aún tuve tiempo para pensar que aquello no estaba pasando. Que era una broma e iba a quedar como un idiota.
En el interior de la tienda se encontraba la familia Davies al completo (Joseph, Anne, y su joven hija Ada), así como un amigo común, Robert Rivas, un artista local muy conocido. No se sorprendieron de verme, y dado mi estado tampoco me preguntaron nada.
Robert nos fue describiendo todo lo que pasaba afuera, observándolo a través del escaparate. Cómo algunas personas se abalanzaban encima de otras, hiriendo y, aparentemente, matando como bestias salvajes descontroladas. Tal era su furia homicida que parecían alimentarse de sus víctimas, desgarrándolas mientras aún estaban vivas.
En todo momento mantuvo la calma y, quizás, a pesar del horrible cuadro que pintaba con sus palabras, ello me ayudó a recuperarme. Al menos en cierta medida, el corazón desbocado y el temblequeo de piernas apuntaban en otra dirección. Pero en las palabras de Robert había una realidad subyacente. Pasara lo que estuviera pasando, la supervivencia de cada uno no se garantizaba lloriqueando en una esquina. Me levanté y reprimí las naúseas.
A pesar de que todo parecía indicar que más patrullas de la policía estaban llegando -pues las sirenas eran ya ensordecedoras-, nada nos daba a entender que aquello se estuviera controlando. El peligro era inmediato y, aunque no teníamos claro si permanecer en la tienda o huir a nuestras casas, buscamos cualquier objeto que pudiera servirnos como arma.
Robert encontró un hacha anti-incendios herrumbrosa en el almacén, Joseph se hizo con un trozo de tubería de cobre y yo rebusqué hasta encontrar un cuchillo mellado. Desde luego, no estábamos armados para hacer frente a aquello, pero fue lo mejor que pudimos conseguir. Miré mi cuchillo y me debatí entre la duda de lo eficaz que sería frente a uno de esos maniacos.
En aquel momento tuve un breve atisbo de preocupación por la suerte de Alexander -estaba ahí fuera, en alguna parte- pero sabía que era alguien que podía cuidarse perfectamente solo, y si no había llegado a la tienda probablemente estaba en un sitio mejor. Quiero decir más seguro... luego averiguaría a dónde le habían dirigido sus pasos.
Anne intentaba tranquilizar a Ada, limpiando sus lágrimas y prometiéndole mil y un premios. Reuní coraje y les dije a mis compañeros que saldría, que intentaría salir de allí. Debíamos volver a la seguridad de nuestros hogares, donde ningún maniaco ni bala perdida amenazara nuestras vidas. Cabía la posibilidad de que la policía no pudiera hacerles frente, y prefería estar muy lejos a pasar horas asediado por un número desconocido de violentos agresores.
Abrí la puerta principal y salí. En aquel momento no estaba seguro de si Robert me seguía, al menos hasta que noté su mano amiga cuando caí frente a la masa descontrolada e histérica.
En la calle se había desatado un infierno. La gente corría por todas partes y los policías no parecían distinguir entre amigos y enemigos. Los gritos y las órdenes se entrecruzaban en medio de los chisporroteos de las radios y las sirenas. Un policía se giró, miró en nuestra dirección y un chaval que pasó corriendo a escasos metros de mí recibió un disparo. ¡Un policía había disparado contra un niño!
Completamente sobrepasado, intentando avanzar en dirección contraria a la masa, huyendo de la misma policía, me derribaron una y otra vez. Me pegué contra el muro y descubrí que en efecto Robert estaba conmigo.
Mientras tanto, el tiroteo, entremezclado con la cacofonía de gritos de pánico y chillidos de dolor, continuaba. Un auténtico pandemonio en el que diablos y ángeles morían por igual.
Hubo un momento en el que la policía pareció dominar la situación. Tras varios disparos, hubo unos intantes de calma. La voz autoritaria de un oficial nos ordenó tirar las armas. Tanto Robert como yo lo miramos estupefactos, incrédulos ante la idea implícita de que nosotros pudieramos constituir una amenaza para alguien.
Robert tiró el hacha, yo hice lo mismo con el cuchillo...
Otro tipo malcarado corre hacia mí con el miedo dibujado en su cara. Un rodillazo... un impacto posterior. La negrura se hizo dueña de mi mente y caí inconsciente. El dolor me fue ajeno. Solo sentí una escalada de terror, frío y distante, un último momento de reflexión antes de desaparecer: ¿Voy a morir?
No sé exactamente qué pasó en aquellos momentos. Hoy, con lo que sé y el relato de mis compañeros, he podido reconstruir una parte del rompecabezas que fue aquella pesadilla, y que solo sería el pistoletazo inicial para todo lo que sucedió después.
Ellos estaban ya en Palestine. Los que desafiaban la misma naturaleza, el orden de las cosas, trayendo muerte y dolor para todos.
Ya no había sitio seguro.
Y la vida, tal y como la habíamos conocido, se convirtió en algo mucho más complicado.
Fantástico!
ResponderEliminarBravísimo!!
Una vez más os animo a que vayais guardando el material para sacar unos pdf's. Estoy que llevais entre manos tiene un gran valor.
Menudo relato, es fantastico y lleno detalles, te metes de lleno en el.
ResponderEliminarEnhorabuena.