El
pequeño apartamento estaba tenuemente iluminado. La escasa luz se
derramaba perezosamente sobre los libros que atestaban el cuarto,
sobre las hojas manuscritas esparcidas entre restos de comida y
apenas alcanzaba los pies descalzos de su único y sofocado ocupante. Sentado
en el suelo, en medio de una isla de sombras, Alexander aún pensaba
en acabar algún día aquel trabajo sobre corsarios y otros asuntos
que, probablemente, ya no importaban a nadie.
Sin embargo no dejaba de ser un remanente de su vida anterior. Había
dedicado sus dos últimos años al tema y, además, aquella era la
válvula de escape que había impedido que se volviera
definitivamente loco.
Bajo
la ventana, Alex había perdido la noción del tiempo. El calor y el
miedo lo habían mantenido inmerso en un sopor insomne desde hacía
tanto, que ya no podía decir cuánto llevaba despierto. Quizás
fuera desde aquél día cuando, junto al campamento de refugiados de la calle East Springs,
pudo ver de primera mano cuán mal estaban las cosas. O quizás desde
los días que inmediatamente lo siguieron, en los que el pánico
convirtió a la gente en animales asustado o en cosas peores. Aunque
la policía y las autoridades intentaban calmar los ánimos y se
felicitaban por haber neutralizado la amenaza del Incidente
Bumstead,
la percepción general fue de vulnerabilidad e inseguridad. Peor aún,
gran parte de Palestine se lanzó hacer acopio de comida o a las
carreteras, intentando alcanzar un lugar al que huir.
La
especulación, los robos y los saqueos proliferaron.
Alexander
aún recuerda la última vez que pudo comprar comida. Fue a la tienda
de Ann, tanto a buscar provisiones como a saber de los Davies, pero
no esperaba el panorama de lo que iba a encontrar. En el escaparate
se dibujaba una telaraña de vidrios rotos, la gente esperaba
formando una larga fila que desde la tienda llegaba al exterior y un
par de agentes de policía observaban apostados no muy lejos. Dentro,
aunque el racionamiento limitaba la adquisición de alimentos, las
estanterías y los expositores estaban casi vacíos. Tras el
mostrador, Ann atendía distante y en silencio, con un lado de la
cara tumefacto. Junto a ella, Joseph manejaba la caja no muy lejos de
una barra de metal apoyada sin disimulo en la pared.
El
precio por unas pocas latas de maíz fue exorbitante y Alexander tuvo
que prescindir de algunas cosas. Con un punto de vergüenza en la
mirada, Joseph le tendió la compra. “Las
cosas están mal”,
dijo. Pero
Alex no le escuchaba. Asintió mecánicamente cuando este le habló,
pero su cabeza estaba en otra parte. Los cristales rotos. El rostro
magullado de Ann. La barra de metal. La actitud vigilante (¿o era
expectante?) de la policía. Las manchas de sangre aún recientes y
que no acababan de ser borradas por completo del asfalto…
Claro
que las cosas estaban mal. Alexander pensó en Ada, la pequeña hija
de los Davies, y estuvo tentado de volver más tarde para ofrecer su
revólver a Joseph. Él tenía una familia que proteger, mientras la
suya estaba lejos. Pero no lo hizo. Se marchó despacio, rumiando su
miedo y su cobardía, hasta que una mano le hizo volverse. “Se
olvidaba esto, señor” Joseph
deslizó en su bolsa una de las latas de judías que no pudo pagar,
antes de regresar rápidamente a la tienda.
Una
cabezada sacó a Alex de su ensoñación ¿En qué momento se había
quedado dormido? ¿Seguía despierto?
La
luz era más débil ahora, pero no sabía decir si atardecía o
anochecía. El ambiente espeso, denso, de la habitación estaba
cargado de un olor rancio a basura y a encierro, como el de una
madriguera. Sin embargo, Alexander se mostraba reticente a abrir las
ventanas. En el exterior, flotaba en las calles un hedor acre y
dulzón. Al aroma de los incendios habidos se sumaba, además, el de
la descomposición de los cadáveres, que se pudrían a centenares
bajo un sol con temperaturas de más de 40º.
Empapado
en sudor, le dolía la cabeza y sus ojos irritados parecían arder.
Tragó sin agua un par de aspirinas y trató de pensar en cómo llegó
a aquella situación.
Recordó
a un excitado Jack Shepard que le decía frente al portal de su casa:
“La
mayor parte de la Red ha caído, pero aún funcionan algunos
servidores extranjeros. Las cosas están mal, Muy Mal. No te imaginas
cuánto. No te imaginas lo que dicen. Estoy pensando en marcharme.”
Pero
claro, Jack no pudo marcharse. Estaba atrapado, como todos.
Alex
se preguntaba cuándo se alcanzó el punto de ruptura ¿Fue con
Bumstead? ¿Antes? ¿En algún momento después? Desde luego, tras
aquello pocos pisaban las calles al anochecer. Corrieron rumores de
callejones que se poblaban de sombras que vagaban en la oscuridad,
sobre desapariciones y sobre lugares donde era mejor no aventurarse. Sobrevinieron
entonces unos días de calma tensa y nervios crispados. Se respiraba
la inminencia de algo inconcreto y abstracto que nadie se aventuraba
a nombrar.
Más
tarde los acontecimientos se precipitaron. El primer “cordón
sanitario”
se estableció en torno al Hospital
Regional.
Las noches inmediatas fueron de un continuo hormiguear de camiones de
soldados y patrullas de policías y voluntarios. En menos de 48 horas
se confirmaron tres nuevas zonas de exclusión y se recomendó a la
población no salir de sus casas. En
todo momento, una voz desapasionada informaba por la radio de la
ubicación de áreas de internamiento para el examen médico y la
derivación de los desplazados hacia lugares más seguros. Pronto,
tras una larga noche de repliegues apresurados, detonaciones y
disparos, la ciudad quedó virtualmente cortada en dos.
Como
epítome último de la fracasada política de contención, Alex
recuerda el mensaje por megafonía que, desde su misma calle (a unos
pocos metros de su ventana), recomendaba a la gente acudir al Punto
Seguro, añadiendo que no podrían responsabilizarse de la seguridad
de los que quedasen atrás. Durante
algunas horas el ruido de los coches, las carreras y las voces de los
evacuados llenó el apartamento. Dejó sonar los golpes en su puerta
y esperó y dejó pasar el tiempo hasta que el silencio se hizo
completo.
Ya
la radio sólo transmite un débil mensaje grabado, insistiendo en
que el Punto Alfa de Palestine (Condado de Anderson, Texas) ya
no es seguro.
Y que necesitan ayuda urgente. Las pilas están casi agotadas, pero
Alex sabe que probablemente el origen de la señal también ese esté
apagando.
Después de días de furiosos combates, de días sofocantes e interminables noches de reflectores y balas trazadoras, hace mucho (no sabría decir cuánto) que todo cesó. Tan sólo puede apreciarse ahora una columna de humo espeso sobre lo que fue El Álamo. Alexander sabe que a él tampoco le queda ya mucho tiempo. Hace días que no prueba bocado y el agua sólo es un recuerdo que le atormenta en su sed. Desde que dejó de manar por los grifos, acabó con el líquido de de las benditas latas de maíz, con el agua destilada de un par de pisapapeles (que siempre había detestado) y hasta de la que aún contenía la cisterna del baño.
Después de días de furiosos combates, de días sofocantes e interminables noches de reflectores y balas trazadoras, hace mucho (no sabría decir cuánto) que todo cesó. Tan sólo puede apreciarse ahora una columna de humo espeso sobre lo que fue El Álamo. Alexander sabe que a él tampoco le queda ya mucho tiempo. Hace días que no prueba bocado y el agua sólo es un recuerdo que le atormenta en su sed. Desde que dejó de manar por los grifos, acabó con el líquido de de las benditas latas de maíz, con el agua destilada de un par de pisapapeles (que siempre había detestado) y hasta de la que aún contenía la cisterna del baño.
Ahora
sabe que debe salir sin más dilación o morir aquí. Guarda en el
cinturón su revólver y cuelga del hombro una mochila casi vacía.
Unos pocos enseres acompañan a una manta y un par de zapatos de
repuesto, ya que intuye que si tiene suerte le queda un largo, largo
camino por delante. Cuando
está a punto de marchar, sus pasos se detienen con una súbita
inspiración. Primero deja las llaves junto a la puerta (¿quién
sabe si alguien podría necesitarlas?) y después vuelve a su
habitación. Añade a la mochila su libro favorito y las hojas
garrapateadas de su trabajo sobre los corsarios.
Sonríe.
Ahora sabe que no deja nada importante atrás.
By Oz.
Fantástico como siempre!
ResponderEliminar¡Genial!
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